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Primera Parte
Segunda Parte
Tanto se repitió de boca en boca el duelo del tren, adornado hasta alcanzar proporciones fantásticas, que Gregory Reeves pasó a ser un héroe entre sus compañeros. Algo fundamental cambió en su carácter entonces, creció de golpe y perdió esa especie de candor angélico, causante de tantos sinsabores y palizas, adquirió seguridad y por primera vez en años se sintió bien en su piel, ya no deseaba ser moreno como los demás del barrio, empezaba a evaluar las ventajas de no serlo. En la escuela secundaria había cerca de cuatro mil alumnos provenientes de diferentes sectores de la ciudad, casi todos blancos de clase media. Las muchachas usaban el pelo recogido en cola de caballo, no decían malas palabras ni se pintaban las uñas, frecuentaban la iglesia y algunas ya tenían aire de inamovibles matronas, como sus madres. No perdían ocasión de besarse con el novio de turno en la última fila del cine o en el asiento trasero de un coche, pero no lo comentaban. Ellas soñaban con un diamante en el anular y entretanto los muchachos aprovechaban su libertad mientras pudieran, antes de que el rayo fulminante del amor los domesticara. Vivían su última oportunidad de relajo, de juegos y deportes bruscos, de aturdirse de alcohol y velocidad, un período de travesuras viriles, algunas inocuas como robarse el busto de Lincoln de la oficina del rector, y otras no tanto, como atrapar a un negro, un mexicano o un homosexual para embadurnarlo de excremento. Se burlaban del romanticismo, pero lo utilizaban para conseguir pareja. Entre ellos hablaban de sexo sin parar, pero muy pocos tenían ocasión de practicarlo. Por pudor Gregory Reeves nunca mencionó a Olga entre sus amigos. En la escuela se sentía a sus anchas, ya no estaba segregado por su color, nadie conocía su casa ni su familia, se ignoraba que su madre recibía un cheque de la Beneficencia Social. Era de los más pobres, pero siempre tenía algo de dinero en el bolsillo porque trabajaba, podía invitar a una chica al cine, no le faltaba para una ronda de cervezas o una apuesta y en el último año la bonanza le alcanzó para un automóvil bastante machucado, pero con un buen motor. La escasez sólo se percibía en los pantalones brillosos, las camisas gastadas y la falta de tiempo libre. Parecía mayor, era delgado, ágil y tan fuerte como lo había sido su padre, se creía guapo y actuaba como si lo fuera. En los años siguientes sacó provecho a la leyenda de Martínez y su conocimiento de las dos culturas en las cuales había crecido. Las extravagancias intelectuales de su familia y su amistad con el ascensorista de la biblioteca le desarrollaron la curiosidad; en un lugar donde los hombres apenas leían la página deportiva de los periódicos y las mujeres preferían los chismes de artistas de Hollywood, él había leído por orden alfabético a los más notables pensadores desde Aristóteles hasta Zoroastro. Tenía una visión del mundo deformada, pero en cualquier caso más amplia que la de los demás estudiantes y de varios profesores. Cada nueva idea lo deslumbraba, creía haber descubierto algo único y sentía el deber de revelarlo al resto de la humanidad, pero pronto se dio cuenta de que la exhibición de conocimientos caía como una patada de mula entre sus compañeros. Con ellos se cuidaba, pero ante las muchachas no podía evitar la tentación de lucirse como un funámbulo de la palabra. Las infatigables discusiones con Cyrus le enseñaron a defender sus ideas con pasión, su maestro le desbarataba todo intento de marearlo a punta de elocuencia, más fundamento y menos retórica, hijo, le decía, pero Gregory comprobó que sus trucos de orador funcionaban bien con otras personas. Sabía colocarse siempre a la cabeza del grupo, los otros se acostumbraron a abrirle paso y como la modestia no era una de sus virtudes, naturalmente se imaginó lanzado en una carrera política. — No es mala idea. De aquí a unos años el socialismo habrá triunfado en el mundo y podrás ser el primer senador comunista de este país — lo entusiasmaba Cyrus en cuchicheos secretos en la bodega de la biblioteca, donde por años había intentado, sin grandes resultados, sembrar en la mente de su discípulo su encendida pasión por Marx y Lenin. A Reeves esas teorías le resultaban incuestionables desde el punto de vista de la justicia y la lógica, pero intuía que no tenían la menor posibilidad de triunfar, por lo menos en su mitad del planeta. Por otra parte, la idea de hacer fortuna le parecía más seductora que la de compartir la pobreza por igual, pero jamás se habría atrevido a confesar tan mezquinos pensamientos.
Cuarta Parte
Cuidado con lo que pides, mira que el cielo puede otorgártelo, era uno de los dichos de Inmaculada Morales, y en el caso de Gregory Reeves se cumplía como una broma fatal, En los años siguientes realizó los planes que con tanto ahínco se había propuesto, sin embargo por dentro hervía en el caldo de una impaciencia abrumadora. No podía detenerse un instante, mientras estaba ocupado lograba ignorar los apuros del alma, pero si le sobraban unos minutos y se encontraba quieto y en silencio, sentía una hoguera consumiéndolo por dentro, tan poderosa que estaba seguro de que no era sólo suya, la había alimentado su desaforado padre y antes de él su abuelo, ladrón de caballos, y aún antes quién sabe cuántos bisabuelos marcados por el mismo estigma de inquietud. Le tocaba cocinarse en el rescoldo de mil generaciones. El impulso lo llevaba hacia adelante, se convirtió en la imagen del triunfador justamente cuando el desprendimiento bucólico y la inocencia eterna de los hippies habían sido aplastados por los engranajes de la implacable maquinaria del sistema. Nadie podía reprocharle su ambición porque en el país ya se gestaba la época de codicia desenfrenada que habría de venir muy pronto. La derrota de la guerra había dejado en el aire un sentimiento de bochorno, un deseo colectivo de reivindicarse por otros medios. No se hablaba del tema, habrían de pasar más de diez años para que la historia y el arte se atrevieran a exorcizar los demonios sueltos del desastre. Carmen vio decaer lentamente la calle donde antes se ganaban la vida sus mejores amigos, se despidió de muchos artesanos expulsados por la presión de los comerciantes de productos ordinarios de Taiwán, y vio desaparecer uno a uno a los lunáticos inocentes, que murieron de inanición o se fueron por los caminos cuando la gente olvidó alimentarlos. llegaron otros locos mucho más desesperados, los veteranos de la guerra que sucumbieron al horror de los recuerdos.